Detesto los conciertos, soy demasiado aburrida para estar en uno (y aburrida en general), demasiado acartonada como para vivirlo, demasiado cómoda; mi incapacidad para disfrutarlos y para estar entre otras personas hace que este tipo de eventos se me antojen evitables a toda costa y bajo los pretextos más variopintos.
La experiencia honesta (una delicia para la psicología social) de gente empujándose cariñosamente, oleando las manos, coreando a viva voz, cantando entre sí, cerrando los ojos fuertemente, abrazándose en saltos continuos, moviendo el cuerpo en compases cronometrados, relacionándose a través de curiosos pero precisos movimientos que no tienen que ver en absoluto con el más descarado maltrato físico; la sensación de soltarse, de dejarse ir con el grito, la euforia y la histeria colectiva, la alegría que se contagia, el espacio del aquí y ahora de un concierto es ciertamente privilegiado; con toda esta miscelánea de virtudes voy a pocos, poquísimos, y por causas muy, muy particulares.
Una de esas causas particulares es la banda ecuatoriana Mamá Vudú, con más de 20 años de trayectoria y de la cual no soy una fan que se respete, pero estoy consciente de su innegable peso histórico que se avivó -entre otros aciertos de la producción cinematográfica- por un cuidado archivo fotográfico recopilado en formato documental por el cineasta David Holguín en su obra Estación Polar.
Mamá Vudú es una banda que mueve el piso y en el espectáculo del viernes 2 de agosto en Cuenca dejó claro que no solo mueve el piso, sino sobretodo, la nostalgia. Escucharles pudo significar no solo revivir un momento, una letra dedicada, la identificación con el lenguaje que hace que caigamos presa facilísima tanto de la música como de la poesía, fue también el despertar momentáneo de un contexto generacional, el latir de una generación, el deseo de volver el tiempo, de mirar de frente recuerdos y pedirles que vuelvan. Así, la banda se vive como una metáfora de la nostalgia, esa coyuntura inexpugnable entre el recuerdo que se anhela y el presente que se agita.
Mamá Vudú: la poesía rabiosa de Edgar Castellanos, la voz viva y presente de Roger Ycaza, la precisión del bajo de Francisco Charvet, en general el performance honesto de la banda hizo de la velada un momento soportable, para mí claro, que soy su más cordial anti-fan. Lo mejor de la noche, la poderosa batería de Álvaro Ruiz, furiosa, exacta.